lunes

SITUACIONES EMBARAZOSAS

Lo peor de caerse no es el golpe sino la cara de tonto que se le queda a uno. Recuerdo una vez que paseando al perro me pegué un porrazo contra una señal de tráfico. Todavía tiene que estar vibrando y con el traqueteo clan clan clan, pero continué como si nada hubiese pasado a pesar del dolor, con la esperanza de que no hubiera público que se estuviera partiendo la caja de tan tremendo leñazo. Porque lo peor de estas cosas es que alguien te haya visto. Y qué tendrá eso de que se caiga cualquiera, que arranca la risa de todo hijo de vecino, aunque el porrazo haya sido de los que quitan el hipo.
Pero para risa nerviosa, de esa que uno no puede aguantarse y sabes que te va a meter de cabeza en un jaleo, recuerdo una vez, en un ensayo de un acto ceremonioso, en el que encontrándome en primera fila y con un compañero detrás de mí, radiando los actos en plan programa de los que hacían los de Gomaespuma, para así matar el tedio, fui observado por el jefe de la tribu, que al percatarse de mis estertores tratando de controlar el posible reventón en carcajada, se acercó a mí en actitud aviesa, convencido de aprovechar el momento para dar una lección y ejemplarizar.
—¿Usted no me conoce, verdad?— me preguntó en un tono profundamente amenazador aproximando su enorme careto al mío.
— Sí gran jefe  de la tribu—, conteste yo tratando de que mi voz sonara firme.
— Pues me va usted a conocer profundamente—, y justo cuando sus palabras se lanzaban contra mi físico cual lapidación de ajusticio, fui salvado por la campana que tocó la diosa fortuna mientras se desternillaba de risa.
— Ring ring ¡Jefe de la tribu! El gran jefe supremo le llama por teléfono.
Y como un leal cachorrillo acudió a la llamada dando pequeños brincos, gesto que en un ser de ciento cuarenta kilos, era cuanto menos irrisorio,  para así  poner al día sobre los preparativos de los magnos fastos de la despedida, al gran jefe supremo, contento después de todo, porque el hueco que quedaba vacante en el “valhalla” de los elegidos lo cubriría él.
Esa llamada diluyó en su mente mi insignificante existencia, escapé por los pelos del escarnio público y la estigmatización de por vida, mientras los compañeros se reían comentando:
—De la que te has escapado.— y yo con  un ictus por sonrisa pensaba< Sí cabrones, mucha palmadita en la espalda, pero el marrón me lo comía yo, que aunque rodeado de gente, todos se inclinaban  lo que permitía la física, para alejarse de mí, no fuera a ser que la sangre les salpicara. Vuestros espíritus huían del lugar cual impalas perseguidos por leonas.>
Recuerdo otra situación de estas de “ups,” en la que una chica mona monísima, tanto que aunque bajase a tirar la basura, procuraba que incluso la bolsa con los desechos fuese a juego con sus zapatos, arrojó por error involuntario, junto con la bolsita, el teléfono que llevaba en la misma mano, dentro del contenedor. Y he de aquí, que ni corta ni perezosa y haciendo gala de una habilidad física inexistente, se lanzó dentro del mismo, para recuperar el preciado aparato.
Tras bucear entre una marejada de basura logró encontrar el teléfono, y surgiendo cual ave Fénix de sus cenizas, en el justo momento que pasaba una pareja de vecinos junto al contenedor, hizo ella su estelar aparición, provocando en los vecinos un respingo de sorpresa. Ella con la boca abierta, tartamudeo tratando de dar una explicación lógica, los vecinos miraron a otro lado y aceleraron el paso. Lo que más le fastidió me contaba, no fue el segundo ese de circunstancia embarazosa, sino que no le ayudasen a salir del dichoso contenedor.
Pero los que tienen un don para dejarte con el culo al aire, permítanme la expresión, son los pequeños de la casa. Y contando una de mil, una vez en el médico en una  sala de espera atestada de gente  y con el retraso habitual de la hora, jugaba mi pequeña en su sillón, y rozando con el zapato sobre el asiento produjo un sonido similar a una ventosidad.
—¡Papá eres un guarrete, te has tirado un pedo!— dijo en voz alta y clara, provocando que el murmullo de la sala se interrumpiese.
—No, hija, has sido tú con el roce del zapato sobre la silla— dije en tono conciliador.
—¡ Papá te va a crecer la nariz! No se dicen mentiras, ¡Te has tirado un pedo!— volvió a repetir de manera insistente, mientras el auditorio lanzaba miradas despectivas sobre mi persona.
Y sabiendo por tablas  que la batalla estaba perdida, y queriendo zanjar el tema cuanto antes, le dije en el oído— Hija no me lo he tirado se me ha caído, pero es de los que no huelen, así que sigue jugando bonita.





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