sábado

RELATO CORTO: AGUAS BRAVAS

La espuma blanca se arremolinaba alrededor del casco de la gabarra. La velocidad del agua iba en aumento, diminutas gotas salían disparadas en todas direcciones formando una ligera cortina que nublaba la vista del horizonte.
Era casi increíble, le costaba dar crédito a lo que les estaba ocurriendo, no hacía mucho navegaban en calma, a él como a la mayoría, le tocaba remar, mientras muchos otros situados en el medio de la gabarra, la parte más cómoda y segura, no tuvieran otro entretenimiento que tomar el sol y rascarse la barriga. Pero aun siendo una labor dura, disfrutaba de lo que hacía, al estar en uno de los costados de la gabarra, tenía buenas vistas y el aire era más fresco, o al menos él así lo creía.
Odiaba a esos cimarrones concentrados en el medio de la nave, amparados en la falsa seguridad que daba estar alejados de la furia del agua, menuda solución para ser tan inteligentes, solo se les ocurría mirar hacia otro lado.
De estar navegando con los demás por aguas mansas, habían pasado a un cauce en el que al principio el agua comenzaba a romper contra el casco suavemente y la brisa iba en aumento refrescando más, era agradable, pero hubo un punto en el que fue impracticable dar la vuelta. La corriente comenzó a arrastrarlos con fuerza, haciendo imposible remontar el curso. Ramoy, encargado del timón y, por tanto, de gobernar la nave, se encontraba desbordado. La fuerza del agua en aumento a cada segundo  hacia perder la estabilidad. En la nave, los nervios, el miedo y  la angustia, provocaban en la gente comportamientos extraños.
Navegando a la deriva, sin timón y con los remos inutilizados por la agitada agua, había algunos que sonreían con la mirada perdida, como si no fuera con ellos, otros se afanaban por aguantar en equilibrio. Los más débiles, situados a los costados de la nave, se sujetaban a los restos de la barandilla como buenamente podían, vomitando por la borda. Los pantocazos del casco sobre las bravías aguas, hicieron que los más enfermos y endebles cayeran al torrente del río, que los hizo desaparecer entre los remolinos con una furia inusitada. Engullidos por un agua que se antojaba oscura y fría.
 Algunos de los testigos no se inmutaron con las primeras perdidas, parecían incluso aliviados, beneficiándose del espacio que estos dejaban, recogiendo los enseres de las primeras victimas haciéndolos suyos.
Tratando de adaptarse, Unón, pensaba rápidamente entre todas las posibilidades que tenía, se estaba estrujando el cerebro buscando la mejor salida, en esa situación, la menos mala sería la buena.
Desde luego lo primero que se le venía a la mente era agarrar los restos de uno de los remos, que uno de los más viejos sujetaba entre sus manos, rítmicamente seguía con la mecánica de los años repitiendo el mismo movimiento automático, sin darse cuenta que la pala del remo había desaparecido. Con los restos de ese remo podría ir en busca de Ramoy, le golpearía en toda la testa, maldito inútil, pero eso no le ayudaría a salir del atolladero.
Lo peor era ser consciente de que la solución no dependía de él, fuera la que fuese, estaba en manos de la corriente. Podía saltar de la nave, pero no resistiría la fuerza del agua, se hundiría entre los remolinos o se golpearía con algún saliente afilado para finalmente  perecer ahogado.
Permanecer en la nave, era alargar la agonía. Los embates cada vez más fuertes, y el rumor del agua en su caída, que según pasaban los segundos se hacía ensordecedor, apremiaban la necesidad de hacer algo, pero la maldita deriva les llevaba al abismo.
Hubo un momento en el que Ramoy comenzó a dar ordenes, pero Unón rápidamente se dio cuenta de que solo se trataba de recolocar la estiba, para estabilizar la nave, eso no cambiaria el curso de la gabarra abocada a precipitarse por la cascada.
La inteligencia, se comunicaba mediante señales con los barcos que aún permanecían en la zona de aguas mansas, pero las respuestas solo eran meras buenas intenciones sin visos de llegar a buen puerto. De todas formas que podían esperar. Unón había comprobado como  entre ellos, en la nave fuera de control y ante la certeza de un final fatídico, continuaban cada uno no viendo más allá de su maldito ombligo.
Sin reconocer que el final estaba próximo y que no quedaban ni tiempo ni ocasión para sortear la caída, siendo así entre ellos, que podían esperar de los de fuera.
La corriente les llevaba al garete, las olas encrespadas y las rocas salientes escoraban la nave, con cabeceos, saltos y embates que causaban en la madera grietas que crujían estrepitosamente bajo sus pies. El fin estaba cercano, el naufragio era inevitable. Las riberas no eran visibles, alcanzarlas a nado era quimérico, no había resguardo seguro.
Pero en uno de los embates ocurrió algo, siempre había estado allí pero nadie quería verlo.
El cable de acero surgió del agua tensándose, desde la popa de su nave a la proa de otra que venia detrás de ellos, ésta a su vez al aproximarse a la agitada corriente, hizo girar bruscamente a otra nave mayor, una de las que continuaba en la zona de dócil corriente que rotó ante la tensión de las otras naves. Todas se encontraban unidas y la corriente las arrastraría en la misma dirección.
Solo en ese momento, viendo que el peligro les podía afectar realmente, que si no remaban para rescatar a la nave más próxima a la caída, ellos se verían arrastrados y correrían la misma suerte. Hubo una reacción conveniente. Ésta no aseguraba la solución, pero era una pequeña esperanza ante la adversidad.
Unón no descansaba, tenso, desde la proa observaba el cable de acero, rígido, oxidado y con alambres que saltaban ante la enorme presión, siempre se había comportado de una manera prudente, tratando de ser previsor, valorando opciones y calculando posibilidades, pero no le había servido de nada.
 Desconfiaba de todos, de la indiferencia hacia el piloto, había pasado al desprecio, de ese y de todos los que le antecedieron.
Consciente de que independientemente del resultado, su punto de vista había cambiado, había abierto los ojos. Tomó la firme determinación de no dejarse engañar otra vez, si lograban salir de los rompientes, si finalmente lograba salvar la vida, navegaría en su propia embarcación o no lo haría, como pirata o como corsario, con patente o sin ella, el sería su propio capitán, aunque pareciera otra cosa o la contraría.
 Otro pantocazo de la nave le sacó de sus pensamientos. La embarcación continuaba acercándose peligrosamente a la caída del agua. La espuma blanca que formaban los remolinos del liquido elemento al reventar contra el casco teñía de un blanco lechoso la superficie del río. Maldita sea, pensó Unón, nada depende de mí, no puedo hacer otra cosa que esperar.


Safe Creative #1207282036621

No hay comentarios:

Publicar un comentario